Lo afirma la socióloga María Feijoó
Si hasta hace pocos años la meta educativa era aumentar los años de enseñanza obligatoria, ahora la exigencia ha pasado de la cantidad a la calidad. “Hoy el desafío es recuperar la esperanza en la educación, la fe que le teníamos a la escuela”, dice la socióloga María del Carmen Feijoó.
Dedicada desde hace más de 30 años a la investigación social, sostiene que siempre la impulsó el deseo de que sus hallazgos y conclusiones se convirtieran “en políticas que mejoren las condiciones de vida de la gente”.
Fiel a ese cruce de intereses entre lo intelectual y lo político, Feijoó, de 60 años, ocupó diferentes cargos en la función pública. Fue subsecretaria de Educación de la provincia de Buenos Aires durante la gestión de Graciela Giannettasio y secretaria ejecutiva del Consejo Nacional de Coordinación de Políticas Sociales.
Feijoó es autora de múltiples obras, entre las que se destacan Nuevo país, nueva pobreza, editada por el Fondo de Cultura Económica, y Escuela y pobreza. Desafíos educativos en dos escenarios del Gran Buenos Aires (en colaboración), editada por IIPE-Unesco. Investigadora del Conicet, Feijoó vive desde hace pocos días en Santiago, Chile, donde comenzó a desempeñarse como coordinadora del Programa de Reforma Educacional para el Cono Sur y Países Andinos, de la Fundación Ford. En la entrevista con LA NACION, concedida poco antes de su partida, dijo que no son suficientes 180 días de clases, ni docentes bien remunerados y capacitados, sino que es necesario que se recupere la esperanza en la escuela como el lugar donde se puede plasmar una vida mejor.
-¿La crisis educativa que atraviesa el país es consecuencia de las políticas de la década del 90?-Las preguntas que nos hicimos hasta mediados de los años 90 respondían a una manera de ver un sistema educativo en la que se asumía, con cierta resignación, que había distintos ciclos de cobertura para chicos pertenecientes a distintos grupos sociales. Algunos tenían como aspiración hacer un posgrado, pero respecto de otros, nos resignábamos con una primaria incompleta. Ya en los años 80, algunos investigadores reconocían este fenómeno como un problema de segmentación del sistema educativo. Eso puede verse en el libro que escribieron al respecto Cecilia Braslavsky y Juan Carlos Tedesco. Surgieron nuevas preguntas y se abrió el espacio para pensar la reforma educativa de los años 90. Allí la mira estuvo puesta en pensar un modelo que rompiera este proceso discriminatorio e incrementara los años de escolaridad básica.
-Fue una reforma fuertemente criticada...-Fue muy controversial, pero pese a ello ayudó a un proceso de democratización de la matrícula. Hizo que los chicos más pobres pudieran plantearse por primera vez un horizonte de permanencia más prolongada en el sistema educativo . Si bien los críticos señalan que fue la reforma la que causó el deterioro de la calidad del sistema educativo, mis investigaciones señalan que la calidad ya estaba deteriorada y que el ingreso de los chicos pertenecientes a los sectores más pobres y, por lo tanto, con menor capital cultural no podía sino profundizar este fenómeno.
-Durante mucho tiempo se responsabilizó a los alumnos y a sus familias por el abandono escolar. ¿La escuela está empezando a hacer su mea culpa?-Desde la década del 70, con la inspiración de los grandes innovadores de la educación, como Paulo Freire, algunos grupos nos empezamos a preguntar si la escuela misma no era la que producía la deserción. Con la explosión de la pobreza, la escuela en el sentido tradicional naufragó. Este naufragio ha llevado a pensar cómo se hace para enseñarles a estos chicos. Pero ha sido básicamente una reflexión sindical, no institucional. Muchas escuelas liquidan la lectura de esa crisis autodenominándose "escuelas de riesgo". Yo tuve a lo largo de toda mi vida una gran lucha contra esa denominación, porque lo que es de riesgo no es el alumno, sino la estructura social de la cual proviene. Desarticular esta idea sería dar un paso muy significativo. Hay que pasar de pensar en un alumno de riesgo a pensar en un alumno con dificultades de aprendizaje.
-Los últimos resultados conocidos sobre la evaluación de calidad educativa distan de ser positivos. ¿Cuál es su reflexión?-Yo creo que la batalla por la calidad requiere tener mediciones. Creo que la hostilidad hacia las evaluaciones provino del hecho de que fue difícil dar pasos más allá del cuánto. En 1999, cuando asumió José Octavio Bordón, se creó una dirección provincial de evaluación de la calidad educativa. De un proyecto experimental y externo, pasó a ser un proyecto propio del sistema educativo. Esto sucedió porque había un norte: no nos importaba sólo el cuánto, sino el porqué. Había que producir los elementos de capacitación e innovación para que los docentes supieran qué hacer ante los problemas que detectaban las pruebas. Por supuesto que esto es mucho más caro que una evaluación al estilo PISA, la medición que instrumenta la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico. Sus resultados, en cierto sentido, cuestionan la confianza en la escuela. Si los resultados son como un análisis de laboratorio que pone en blanco y negro la capacidad de aprendizaje de nuestros alumnos e, indirectamente, la capacidad docente de nuestros maestros, efectivamente caen mal. Pero si nosotros ponemos a los docentes en el barco de la evaluación de la calidad educativa, convenciéndolos de que ellos son los principales interesados, porque esa información permitirá mejorar su tarea, serán los primeros en apropiársela.
-¿Cuáles son las preguntas que debe responder hoy la educación?-La pregunta central es cómo logramos hacer políticas educativas que los tengan a todos adentro, mejorando los niveles de calidad. ¿Cómo se mantiene esta estrategia de incorporación de niños y adolescentes de cualquier sector social al sistema educativo, hasta que alcancemos tasas de cobertura del ciento por ciento? ¿Cómo se mejoran los indicadores internos del sistema? ¿Cómo logramos que estos chicos no repitan, que no abandonen y, fundamentalmente, que transiten el sistema educativo captando, aprehendiendo conocimientos relevantes que les sirvan para la ciudadanía y para la vida? Si en los 90 la gran innovación fue la incorporación, hoy democratización es calidad para todos. Esta calidad requiere 180 días de clases, docentes bien remunerados, capacitación docente. Pero también requiere una cosa más etérea: la recuperación de la esperanza, la fe en que la educación, como lo fue desde 1880, es un camino al progreso, a la ciudadanía y a la incorporación al mercado de trabajo.
-¿Qué función simbólica cumple la escuela?-La escuela, aun en los años más oscuros del país, fue siempre el lugar de la esperanza, fue siempre el lugar de la igualdad. En mis últimos trabajos de campo, los chicos de una escuela media muy pobre del conurbano bonaerense nos contaban que los que abandonaban las clases iban a la puerta de la escuela, aunque no entraran. No podían seguir yendo por responsabilidades familiares, falta de zapatillas, desánimo, pero igual era el espacio simbólico de integración.
Por Silvia Bacher
Para LA NACION
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